La nueva vida de Marcela tras ser rescatada de la prostitución y la droga: “Trabajaba hasta que se iba el último putero”
Fue engañada y explotada tras llegar desde Brasil hace casi 20 años. Dejó atrás su vida como esclava sexual y adicta a la cocaína gracias a una ONG. Hoy es ella quien ayuda a otras mujeres en manos de proxenetas. Todavía recibe amenazas
QUICO ALSEDO
JAVIER BARBANCHO (FOTOS)
Cuando la Policía entró en el prostíbulo de Valença do Miño (Portugal), Marcela no sabe cómo, pero consiguieron esconderla. Los agentes no la encontraron ni a ella ni a otras cinco brasileñas. Todas llevaban «unos tres meses» en España, adonde habían llegado desde São Paulo para trabajar, teóricamente, limpiando casas.
La mami se las apañó entonces para salvar a esas seis chicas y las condujo hasta el proxeneta, el dueño de todo el negocio: un gallego de Vigo.
«Yo pensaba que iba a ser un armario, pero resultó ser un enclenque», cuenta ahora Marcela. «El tío nos subió a un coche y nos dijo: ‘Nos vamos a Sevilla’. Cuando llegamos allí, era un puticlub de 280 chicas. Se llamaba Showgirls. Entonces fue cuando de verdad empezó la cosa. Nos dijeron que el rollo iba de otra manera: allí había que meterse coca».
«La coca hacía que los puteros se quedaran todo el día, toda la noche, toda la semana metidos en el prostíbulo. Hasta que se les acabara el dinero. Yo dije: ‘Yo no hago eso, yo no sé usar la cocaína’. Un camarero me dijo: ‘Yo te enseño’. Me metió para la parte de atrás y me enseñó. No ponía rayitas pequeñas. Eran de 20 centímetros. Me dijo: ‘Si soplas o simulas que la tomas, ya sabes lo que le va a pasar a tus sobrinas’».
Entre polvo y polvo, entre pase y pase, como se le llama en el argot, Marcela tenía que ver a veces las fotos de sus sobrinas. Se las mostraba la mami, recordándole su punto débil, igual que le enseñaba el cuaderno en que la deuda de Marcela con la mafia por traerla a «trabajar» a España, lejos de descender, en realidad iba subiendo.
«Ahí fue cuando pensé: pues voy a ser la más loca de todas. Y me tiré meses enganchada, trabajando día y noche, poniéndome de todo y haciendo todas las locuras posibles»
Hoy, 17 años después, parece imposible que esta mujer de verbo afilado, que gobierna el diálogo con el periodista con puño de hierro, que lleva 12 sacando a esclavas sexuales del infierno de la calle, y que incluso es una de las escasas supervivientes que representan a España en el órgano que estudia la trata en la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OSCE), fuera un día un muñeco en manos de nadie.
Pero lo fue.
Cuando Ana Estévez, que está aquí a su lado, la descubrió en el Ok, un puticlub entre la carretera de Fuenlabrada y Humanes, en Madrid, junto al Barbie y el Semáforo, Marcela era «la que animaba el cotarro». «Hacía las mayores locuras», cuenta Ana. «Cuando no llevaba una botella de whisky en la mano, estaba hasta arriba de todo, trabajaba del mediodía a las 12 en un prostíbulo y de 12 hasta el amanecer en otro».
«No», la corrige Marcela, «hasta que se fuera el último putero». Ana fue quien la sacó del horror, pero primero tuvo que hacerle entender que aquello era el horror. «Es una labor muy lenta, primero la persona tiene que darse cuenta de dónde está, porque la mafia la coloca en un limbo. En un lugar que no existe».
Ana y Marcela, 58 y 45 años hoy, son parte del núcleo duro-durísimo de Apramp, la Asociación para la Prevención, Reinserción y Atención de la Mujer Prostituida. Marcela se unió hace 12 años a una de las unidades móviles como la que la salvó a ella misma de la esclavitud sexual y la droga. «De no saber ni quién era yo», dice.
Aunque Apramp lleva 34 años sacando del infierno a mujeres forzadas a prostituirse, y aunque trabaja codo con codo con la Policía y la Fiscalía, haciendo un trabajo de inmersión en el drama de la trata que en realidad debería hacer el Estado, la ONG lleva unos meses recibiendo ataques que, por ejemplo, les han llevado a quitar el cartel con su nombre de la mismísima sede central, en la Plaza del Ángel, en el centro de Madrid.
El motivo: el Gobierno impulsa en estos meses en el Parlamento una ley para abolir la prostitución y el lobby de los prostíbulos, los empresarios dueños de los garitos, andan nerviosos.
Durante años Ana y sus compañeras se han enfrentado a un entorno verdaderamente delincuencial. «Los rumanos de la Casa de Campo por ejemplo tenían zulos con armas, imagínate. Los dueños de un prostíbulo junto al de Marcela obligaban a las chicas a recoger comida de la basura de El Rastro para alimentarse…».
Pero ahora los ataques sobre Apramp son incluso más serios: un informe sin firma ha circulado por las redacciones de los medios de Madrid acusando falsamente a la fundadora, Rocío Nieto, de lucrarse con la ONG, que obviamente no puede tener beneficios por su estatus de fundación. El pastel es demasiado suculento y la política amenaza con menguarlo seriamente: según datos oficiales, cinco millones de euros al día en España, producidos por 45.000 mujeres, un alto porcentaje de las cuales ha seguido el camino de Marcela.
Más allá del debate sobre si la prostitución es abolible o no, y sobre el derecho de una mujer de hacer con su cuerpo lo que quiera, Apramp lleva «casi 40 años» dedicada a «mujeres que sin ningún género de duda son forzadas a ejercerla», la mayor parte de ellas extranjeras en situación irregular, captadas por redes criminales, anuladas sus voluntades y cercenados los lazos con la realidad.
Es decir, Marcela.
Vamos a escucharla.
«Yo tenía 23 años, era estudiante de Derecho y a la vez trabajaba en un bufete, en São Paulo. Con lo que ganaba pagaba mis estudios, pero llegó la crisis en 2006, el bufete cerró y tuve que buscar trabajo. Llevaba trabajando desde los 12 años, venía de un entorno muy pobre. Una amiga me dijo que había una mujer que buscaba gente para trabajar, pero tenía que ser en Europa. Yo no estaba segura, pero fui a hablar con aquella mujer. Poco a poco fuimos haciéndonos amigas».
Hay una lectura intensamente animal de ese estudio casi entomológico que aquella mujer hizo de la familia y el entorno de Marcela. Introduciéndose en ella, parasitándola, vampirizándola, la captadora se dio cuenta de que Marcela no tenía prácticamente ningún lazo. Flotaba en el viento. Era, por lo tanto, perfectamente atacable. Estaba sola.
«Yo en realidad era hija de mi padre con otra mujer. Ellos siempre me habían dicho que era adoptada, pero al final me enteré de que quien decía ser mi padre adoptivo era en realidad biológico. Él siempre abusó de mí, físicamente, durante todo mi crecimiento. Ella tampoco me trataba bien, y casi lo entiendo: imagínate que tu marido llega un día con un bebé en brazos, te lo da y te dice: ‘Hala, cuídalo tú’. Nunca me protegieron, y ni siquiera me dieron sus apellidos».
Marcela tiene dos medio hermanas, con cuyas hijas, sus sobrinas, la mafia le chantajeaba luego en España, «pero con mis hermanas siempre he tenido una relación distante». En realidad sólo tenía una raíz verdadera en São Paulo: su abuela. «Así que fui a hablar con ella cuando dudaba si viajar a Europa o no. Y me dijo que no lo dudara, que siempre me iba a preguntar si habría valido la pena».
La captadora, para entonces, ya era íntima amiga suya: «Se metió tanto en mi entorno que en tres meses yo ya la veía como mi mejor amiga. Me decía que con seis meses trabajando en Europa podía volver y pagarme la carrera. El euro entonces valía por seis en Brasil. Acabé aceptando».
Su nueva mejor amiga le dio entonces una nueva noticia: «Me dijo que en Europa la gente no vestía como en Brasil, que iba a necesitar ropa nueva, así que me dio un montón de dinero para ropa y para el pasaporte. Yo le preguntaba cómo iba a devolverle todo aquel dinero, y ella me decía: ‘No te preocupes, ya me lo devolverás’. Y lo mismo con los billetes de avión: había que comprar también el de vuelta, aunque fuera a quedarme trabajando allí esos seis meses».
A Marcela le sorprendió que su amiga le diera el dinero para todos esos trámites, pero no fuera con ella nunca a las compras. La noche del vuelo, cuando su vida cambió de continente, y la moneda de lado, supo por qué: «De pronto aparecieron allí otras siete chicas. Todas brasileñas, de una fisonomía u otra. Todas íbamos a trabajar limpiando, o como secretarias».
De São Paulo a París, de allí a Vigo y luego recogidas en furgonetas y trasladadas a Valença do Miño, las chicas quedan deslumbradas en su primera semana en Europa. «Allí nos recoge una mujer muy simpática, que lo primero que hace es pedirnos nuestra documentación. ‘Imaginad que se os pierde, el problema que sería. Es mejor que la guardemos nosotros’». Las chicas tenían muy claro que venían a Europa a saltarse todas las leyes de extranjería.
«Luego, durante una semana, nos paseó por el mejor turismo de la zona: Oporto, Braga, Bragança… Yo le preguntaba quién iba a pagar todo eso, y ella decía: ‘Todo se pagará con vuestro trabajo, tranquila‘».
Y así iba a ser. Después de esa semana «nos reunió en una sala y nos dijo, con una expresión totalmente distinta: ‘Bueno, ahora tienen que empezar a quedar las cosas claras. Aquí habéis venido aquí a prostituiros. Tenéis una deuda con nosotros y la vais a pagar».
Luego vino Sevilla, y más tarde Fuenlabrada. Marcela, la mujer que se había resistido de entrada a entregar su cuerpo a cualquiera que pasara por allí, demasiadas veces sin protección, mojando compresas en agua para disimular la regla, viviendo a base de café y coca, había pasado a ser una esclava. De ellos y hasta de sí misma.
«Lo curioso es que yo no me veía así. Vienes de un entorno en el que el abuso es habitual». Ana: «Todas te dicen que en su país el abuso sexual es normal. Hace dos días me lo decía una paraguaya: con 10 años, allí, si no abusa de ti un familiar lo hace un vecino».
La captadora había hecho bien su trabajo. Abusada en su país, Marcela no tendría problema en serlo igualmente en Europa. «Yo sólo veía una deuda que nunca bajaba, sólo subía, porque te ponían multas por todo. La mía, me decían ellos, era de 5.800 euros. Por la habitación te cobraban 50 al día. Por el jabón, que costaba un euro, te cobraban 10. Por bajar tarde de la habitación a trabajar, multa. Por no ir limpia como ellos querían, multa. Todo eso lo ibas pagando con los pases, pero al final se iba incrementando».
El cuerpo de Marcela estaba dentro de los prostíbulos, pero algo mucho más importante: su mente estaba en el marco mental de la mafia. Y no había resquicio para respirar.
«Dentro de cada prostíbulo había un teléfono desde el que llamábamos a casa. Yo sólo podía llamar a mi abuela. Nos decían lo que teníamos que decir para que estuvieran tranquilos allá. Salíamos a veces a comprar acompañadas de un taxista, que nos esperaba. Vivíamos en su burbuja. Y luego estaba la droga. Es increíble cuando te das cuenta de que la sociedad cree que son las prostitutas las que drogan a los puteros. Es al revés. El proxeneta y las mamis nos vendían el gramo de coca a 60 euros. En mi último servicio estuve una semana con un hombre. Le cobraron 14.000 euros».
Ya hacía meses que Marcela -el nombre no es real, aún hoy recibe amenazas- había conocido a Ana y su unidad móvil.
Cada una de las dos guarda dentro de sí una novela con su vida, y la de Ana tendría lugar en los polígonos de Madrid, en la Casa de Campo. Usando un anzuelo a veces útil para sacar a las esclavas sexuales de su aislamiento: la salud.
«Es la manera de empezar a hacerles ver dónde están. He visto mujeres embarazadas de ocho meses y obligadas, otras discapacitadas… Les das un teléfono, y les dices que pueden llamarte 24 horas. Mi marido ya le cogía el teléfono a Marcela a las dos de la mañana, a las cuatro…».
La noche de los 14.000 euros Marcela se plantó. «Les dije que quería la mitad de ese dinero e irme. Yo ya estaba empoderada. Me dieron la paliza de mi vida y me quitaron el móvil. Me cosieron y me vistieron otra vez para seguir trabajando. Pero yo había sido lista, y había memorizado el móvil de Ana. Conseguí llamar, y me puse al lado de la puerta del puticlub, en un sitio desde donde se veía la cámara que apuntaba al aparcamiento. Cuando vi llegar la furgoneta, abrí la puerta y salí corriendo. Con la ropa de cuerpo, que llamamos: el vestido, las botas con tacones, todo… Hasta hoy».